UNA LÁGRIMA AHOGADA

Juan Benavente / Lima, 1985


I

Todos los días la misma rutina, acostumbrada a escuchar el reproche de Donato. Otra vez alardeando a Rosa y apurando a doña Jovita.

- Aquí está má… esto también.

Doña Jovita con las lágrimas disimuladas, callada y taciturna accedía todo lo que decía Rosa. Dejaba la casa con cuyos acelerados pasitos se alejaba, tal vez pensando que así era la vida y mas aun sujeta a la creencia de haber nacido sin estrella. Reflexionaba y no podía ser, por cuanto algunos años atrás no le faltaba nada y en su terruño tenía de todo por lo menos algo qué comer, un techito donde refugiarse, sus animalitos, en fin…

Donato, le prometió en sus habladurías una parsimoniosa tranquilidad en la capital de la que tanto escuchó hablar.

- Dicen que se va “comaire”.
- Así es, mi hijo, marido de mi hija me va a llevar.
- Ta bien pues…, no se olvide de nosotros nomás – Casi lagrimeando.
- Pena me va dar cuando mañana esté subiendo al burro que le regalé ya a don Hipólito – mostrando profunda tristeza.

Casi a diario recordaba ese episodio. Le parecía conmovedor y había transcurrido regular tiempo. Ni hacer saber cómo se sentía, ni una letra para su gente con quien vivió la mayor parte de su vida. Cómo hacer alguna correspondencia si no sabía escribir ni leer y en medio de la negativa desdeñosa de su hija, quien restaba importancia al noble sentimiento de doña Jovita. Terminaba pensando que, mejor era el silencio. Para qué escribir… tal vez su sufrimiento o ¿qué…? se preguntaba.

Como siempre se daba algunas vueltas por el mercadito, conocido como una “paradita” por la cantidad de vendedores y compradores. Ella con sus chucherías dando sus vueltas, ya vendía o no algunas de las cositas que ofrecía.
Jovita, ya con la edad avanzada, resistía las travesuras de sus nietos que jugueteaban y al advertir esos actos, Donato reía a carcajadas. Festejaba inexplicablemente cual prototipo de hazaña mascullaban los niños, alimentando la distancia del respeto obligado a existir. Para los niños, doña Jovita, su abuelita, se había convertido en un juguete más. Ella ya no resistía, pero allí estaba pensando qué hacer. Cada día aumentaban las horas de su ausencia en casa. Pues salía muy temprano y regresaba casi cuando el sol se ocultaba y con cierto temor ingresaba casi cuando el sol se ocultaba y con cierto temor ingresaba, debido a la presencia de Donato, quien acentuaba  su carácter irascible al no permitir que se sentara en la mesa con ellos. Así es como de costumbre llegaba y sin palabra alguna aceleraba sus pasitos para llegar a la cocina donde con el correr del tiempo pudo constituirse en un lugar preferido. Utilizaba un viejo tronquito que hacía de mesa y una silleta perteneciente en sus buenos tiempos a Daniel, el mayorcito. Sólo lo usó en algunas ocasiones, mas le servía de otra cosa, menos para su fin.

   -…Rosa ¡dile a tus hijos que no me fastidien! – Casi llorando y apretándose las manos.
   - ¡Niños tranquilos! Má… pero anda a sentarte en tu sitio o mejor anda a vender ¿No vas a salir hoy? Mañana me ayudarás a lavar la ropa.

Agachada doña Jovita refugiaba su indignación y tristeza por el trato que recibía de su propia hija. Cuando caminaba en medio de la tormentosa travesura de los muchachos, sin importarles su presencia, continuaban entre ellos jaloneándose y tirándose un y otra cosa. Apuraba como podía doña Jovita, salía nuevamente a la calle ya sin despedirse, ya sin llevar una palabra de alguien para luego como acostumbraba, regaba algunas lágrimas en el parque donde había algunos juegos mecánicos. Proliferaban niños y niñas tanto por las mañanas como por las tardes. Anidaba sus esperanzas cuando algún niño se acercaba y refería algunas palabras para iniciar una conversación. El trato preferencial que en oportunidades recibía, fue más que suficiente para considerar su hogar, la calle. Sin embargo no era así todos los días, mas su amargura, su tristeza conciliaba con sus lágrimas y mirando al cielo murmuraba persistente.

- Por qué Taita Dios ¿por qué? me castigas así, si nunca fui mala con mi Rosa. Yo todo le daba, lo que pedía y hasta que se le “metió el indio” de venirse a la capital. No hice como otros, amarraban a sus hijas para que no viajaran. Yo la ayudé porque me convenció que era mejor. Yo porque  no llorara, ni sufriera, qué no hubiera hecho; ahora esta capital me lo ha cambiado a mi Rosa. Ya es otra, hasta parece hija del mismo diablo como su marido, ese mentiroso, con buena cara llegó a mi pueblito. Parecía “güeno” muy “güeno”. Yo orgullosa ante mis paisanos porque de mí se acordaban, orgullosa pues estaba y él para arriba y para abajo con papeles todos los días desde su llegada. Yo le dejaba hacer cualquier cosa y me decía: “Mami, yo el mismo abogado”, comparándose con el doctor Cipriano, él sí era abogado. Me puse a pensar porque en mi tierra “mami”, ahora aquí “la vieja”, …suena un poco feo, qué diferencia. Mi Rosa me había enviado una carta, conocía bien su letra y él me lo leyó. En esa carta me indicaba que hiciera todo lo que me dijera Donato; “pué” yo seguí todo al pie de la letra. Cuando viajamos, él ya un poco cambiado porque ni siquiera me dejó traer a  mi “Paquito” mi engreído corderito y mi perrito “Cutito”, aullando se quedó con pena y yo también sentí que mi alma se rompía.

Todo, todo lo había vendido, con mucha pena me di al olvido pensando tal vez que era para bien. Sólo que cuando llegué a este pueblo grande de casas muy grandes como cerros cuadrados de tantos carros que ganados en mi pueblo, sin pasto y por todas partes vestidos de cemento. Oí gritos de Donato a mi Rosa, yo qué preocuparme porque en mi pueblo,  igual, el marido gritaba a su mujer porque así le enseña hacer las cosas de la casa; pero pude escuchar también que era poca cosa y remarcaba, haber conseguido más plata de otro sitio para poder cancelar su casa. Yo ya me iba dando cuenta para qué era el dinero; pero qué decir, cuando alguna vez intenté, me calló diciendo que agradecida debo estar aquí en la capital porque era para “civilizarme”.

II

Doña Jovita, acostumbraba a dar vueltas y vueltas por lugares cercanos al mercadillo donde hizo amistad con una joven mujer. Al ver su semblante, un determinado día le invitó un plato de comida. Ella devoró en un dos por tres. Levantose luego, llevó el plato donde estaba el improvisado lavadero. Lavó el suyo y lo que encontró. Era tarde cuando se dio cuenta la joven mujer para impedir, ya estaba en el último plato.
Se hizo costumbre por un buen tiempo hasta que la joven mujer viajó del todo fuera de Lima. Realmente pocas palabras habían cruzado entre las dos porque doña Jovita se mostraba siempre muy parca, reflejando en su rostro una expresión de una lágrima ahogada, cuya tristeza no necesitaba explicación.

Nuevamente empezó… como antes, caminar y caminar. Esperaba hacerse tarde para ir a descansar en la azotea de la casa donde le habían acondicionado un cuartucho.
Las discusiones en casa eran mayormente a raíz de la presencia de la madre de Rosa, quien insensible aceptaba que la atropellaran impunemente, hasta se atrevió a decirle:

- Mamá ¿por qué no te vas de aquí? Así estaríamos evitando problemas.
- ¿Adónde? …si por culpa de tu Donato ya no tengo nada.

Calló un momento y rompió en llanto desconsolado y desesperado como cualquier criatura. Ganó la puerta y no dándole tiempo a Rosa a retractarse. Presurosa caminaba  por las calles, casi trastabillando, sus pequeños ojitos parecían desaparecer confundiéndose con sus acentuadas arrugas. Por naturaleza habían aumentado bajo la extensión de su cabello blanquecino y su esforzado movimiento. De vez en cuando sufría de achaques cuyos dolores con empeño sacrificio disimulaba por no preocuparlos, ni mucho menos causar más riña entre ellos.

Ahora sí, destrozada por completo comprendió que hasta su propia hija le daba la espalda. No había caso… estaba segura, no eran simples bromas pesadas cuando en algún momento le insinuaba y doña Jovita se resistía a entenderla, su pensamiento se tornó como solía hacerlo, sentada en uno de los banquitos de cemento y mirando a su alrededor suspiraba y de vez en cuando sus piecesitos jugueteaban entre ellos y ayudada de sus manitas lateralmente ubicadas se sostenía y ligeramente se balanceaba. Ya abandonada de sí, ni cuenta se daba que las lágrimas invadían abruptas, empapando su surcado rostro, cuyas arrugas se prestaban como múltiples riachuelitos. El movimiento incesante de su cabecita, su cabello algo desordenado revivía los momentos gratos. Mitigaba de esta manera su dolor interno y silencioso que la iba acabando. También recordaba con asombrosa extrañeza, cuando no hacía mucho festejaron en casa el “Día de la Madre”.

- ¡Ah! qué distinto – murmuraba – la atención buena, - cuando se refería a Donato.- Días antes hasta me cambiaron de cuarto, diciendo que iban a arreglar y todo porque una prima suya llegaba a Lima y que para el Día de la Madre lo pasaría en casa.

Efectivamente, desde el sábado muy temprano se encontraba Claudia, como dijo llamarse. Mostró un carácter benevolente, muy atento con ella y con los niños. Estudiaba psicología en la Universidad de Arequipa. Insospechadamente hacía comentarios sobre las costumbres y contaba algunos cuentos de urbanidad a sus sobrinos. Rosa y Donato se empeñaban en mostrar a todas luces su complacencia con la huésped. Rara vez tenían visitas, tal como referían con frecuencia. Claudia de quien Donato recuerda algo porque desde hace muchos años no se veían. Conversaban sobre una serie de cosas. Ese sábado, Claudia salió con los niños a dar un paseo y como toda mujer dinámica, engrandeció  a su máxima expresión el motivo. Convenció a Rosa para realizar algunas compras, pues en casa había dos madres y merecían su respectiva fiesta. Cuando llegó la noche de aquel sábado, cada una de ellas, traían sendas bolsas repletas de adquisiciones. Agitadas y comentando los pormenores empezaron a separar los productos como correspondían. Unos minutos después Donato regresaba un poco mareado y trayendo consigo un bidón de vino que con gracia manifestaba haberle hecho el cuento al tonto del bodeguero.

Doña Jovita, mientras la permanencia de Claudia se sentía la atracción; parecíale una obediencia a sus ruegos que en las noches antes de dormir, hacía a Taitito Dios y por tanto le había enviado su ángel… según cavilaba.


III

Al día siguiente, temprano pero muy temprano, sintió extrañada en su frente el beso de su hija. Al despertar sobresaltada y con sorpresa vio que todos se encontraban en el limpio cuarto donde se encontraba desde hace poco. Sus nietos también le dieron un beso y le entregaron un regalito.

- ¡Feliz Día!  Querida abuelita y recibe en nombre de tus tres nietos este presente.

Tal como le fue enseñado a uno de ellos, daba el mensaje. Inmediatamente, Donato hizo lo mismo que Rosa, le entregó un paquete mediano, lo descubrió, emergió un hermoso cofrecito. Según Rosa, para que guardara sus recuerdos. Doña Jovita quedó atónita por la atractiva caja, en su interior, una cubierta aterciopelada y por fuera, imágenes de sendos motivos religiosos. ¡Todo un gran adorno!

Doña Jovita con los ojos enjugados por las lágrimas, insistentemente agradecía el gesto y así mismo Claudia, no se quedó atrás. Se hizo presente con un par de medias de lana. Ese día desde muy temprano hasta el anochecer pasaron en casa con alegría sinigual sobre todo para doña Jovita. Traíale algunas remembranzas, su memoria le revivía los días festivos de su añorado pueblo, cuando celebraban con la entera comunidad.
Ahora recordaba la atención, los chistes y bromas de Donato, quien había consumido más de la mitad del bidón de vino. Algo tomado, algunos gestos y bromas pesadas quedaban como tales, según, suponía interpretaría la visitante.

Al siguiente día, Claudia alistaba su maleta y se despedía de todos, uno a uno.

- Adiós doña Jovita… y cuídese…
- ¡Chau hijita! –Con  el apretón de manos le suplicó al oído un “no te vayas”.
- Ay mamita. Por mí me quedaría, pero debo regresar. – Luego de una larga sonrisa y con la cordialidad, característica en ella… continuaba – me ha dado mucho gusto conocerla… adiós. – Le dio un tierno beso en la frente.
- Adiós hijita… y que Dios te bendiga… - Doña Jovita despedía con palabras entrecortadas, temblorosa y con los ojitos humedecidos.

Salió con Donato, quien atendiendo su principal preocupación de estar siempre elegante y oloroso emprendía al Banco a trabajar. Acompañó de paso a Claudia hasta el centro de la ciudad donde ella había quedado con sus demás compañeros de estudios, integrantes de la delegación que había asistido a un importante evento nacional de la especialidad. Al culminar tuvieron un descanso entre el sábado y domingo dando lugar a que algunos pudieran visitar a familiares y amigos residentes en la capital.

IV

Doña Jovita presentía paulatinamente el elidir del corto periodo de sueño y profunda alegría; actitud que pudo observar en cada uno de ellos.
Donato regresaba a sus habituales costumbres. Rosa y los niños de igual manera. Había terminado la velada. Quedó sólo recuerdos que produjeron en más de una vez, lágrimas, éstas algún momento llegaron al fondo de ese hermoso cofre. Fue lo único que se quedó en la habitación, ahora ubicado en un lugar especial adornaba fastuosamente.

Quedose agobiada y pensativa cuando de pronto con un sobresalto oyó la voz de un muchacho. Se acercó para indagar sobre su aflicción, precisamente era muy notoria y solícito se prestaba a ayudarla. Doña Jovita reanimándose, hizo gestos de despreocupación, le manifestó que no había por qué. Sólo descansaba aprovechando el tenue solcito del momento.

- Ay joven… ¿A quién le puede importar una vieja como yo?
- ¿Le han robado algo?
- No… nada de eso.

Sistemáticamente, Guillermo logró conversar con cierta familiaridad; mientras ella, recelosa desenvolvíase contando entusiasmada de aquellos años que pasó en su pueblito. Suspirando poblaba sus recuerdos, su hablar fue deslizándose cada vez en el dolor del cruel reproche que la envolvía… que más da. Parecía haber llegado la hora de desahogarse y entendiéndolo así, confesose ante aquel joven de aspecto noble y caritativo. Le inspiró confianza y al fin por lo menos de consuelo le servía. Empezó contándole el drama que estaba viviendo y en la medida que seguía el diálogo, sus lágrimas brotaban, cuan manantial hacía gala. Guillermo atento dio su pañuelo para secarlas y a la vez le pedía tranquilidad y serenidad para continuar.

- ¿Todo esto le sucede? Qué caray… - Refunfuñó.
- Por eso papito… aquí no tengo a nadie.
- ¿Y qué quisiera por ahora?
- Yo quisiera mi pasaje y me voy… aunque sea en mi pueblo habrá alguien quien se compadezca de esta pobre vieja. No sabe cuánto cuesta el pasaje para… para la muerte… - enfatizando y mirando al infinito inquirió muy convencida.
- Abuelita, no diga eso. Pienso que todo tiene solución. – Fabricó una fugaz pausa para referir – usted, siempre viene aquí. ¿No es cierto?
- Sí joven, aquí nomás, peleando conmigo misma. Mirando desde aquí a los cerros que a las justas ven mis ojos y viendo a los carros veo a mi pueblo que tanto recuerdo; …¿sabe? Aquí así hasta el hambre se me olvida.- Sonríe apaciblemente como si hubiera descubierto algo muy importante y original.
- Bueno abuelita… doña Jovita, cualquier día me doy una vuelta por aquí. Algo se hará… algo se hará abuelita no se preocupe. – Espontáneamente introdujo su mano al bolsillo y le regaló unas monedas.
- ¡Gracias papito! ¡Gracias! – Intentando besarle la mano.
- ¡Hasta pronto doña Jovita! Hasta la próxima semana.

Guillermo, comprendió e impresionado del relato, se retiró de aquel parque haciéndose  un compromiso para sí. Hacer algo por ella, quien le pareció tan angelical. No se explicaba tal injusticia y reventando de rabia pretendió ir a tal casa a gritar, decirles sus cuatro verdades… pero luego qué… además no conocía dónde se ubicaba la casa.

Después de meditar un buen tiempo, su sentir emocional y coherente con su personalidad, optó por solucionar mediante la gestión coordinada en una institución. Un club de madres, tal vez algún asilo, pero llegó a saber por los periódicos que éste último no garantizaba buena atención. En todo caso, la Asociación de Jubilados, un lugar de esparcimiento y compañerismo. Esta idea le pareció fabulosa y aprovechando sus vacaciones de su centro de estudios, le permitió enfrascarse en tal proyecto. No estuvo tranquilo hasta concretar al menos la posibilidad de la gestión correspondiente.
Le demoró un tiempito hasta cuando se prestaron las condiciones y la aceptación oficial, luego de conversar y convencer a las personas autorizadas. Sobre todo considerando el carácter de excepción. Salió rebosando de alegría, ahora en busca de doña Jovita. Ya podía contar con un afectuoso hogar. Ese mismo día, Guillermo se apostó en el lugar donde por primera vez la vio; pero nada, no fue ella. Pensando que al día siguiente sería, nuevamente se apostó e inclusive un par de hora se sentó en el mismo banquito donde casi más de un mes habían dialogado… y nada. Una y otra vez durante esa semana fue al parque sin ningún resultado. Ya era el momento de buscar otra forma de ubicarla, se fue donde algún momento escuchó decir que solía ir.

- ¡Claro… al mercadito!

Encaminose al lugar con una serie de pensamientos sobre todo la postura que tomaría doña Jovita por tal grata sorpresa. Ya él imaginaba y luego de preguntar a la cuarta persona del mercadito por quien describía con lujo de detalles, repitiendo asiduamente su nombre.

   -¡Ah! debe ser la viejita que la ayudaba a doña Hermelinda, pero ahora ella ya se fue. También le ayudaba a esa gordita que se está agachando, esa que vende retazos, ella debe saber más. – Insistente señalaba con el dedo respectivo coronado con un filo oscuro.

- ¡Gracias!
- Sí joven… ya no viene hace mucho tiempo. Yo le daba cuando tenía algunos salditos para que vendiera y se ayudara. Yo no podía prestarle el dinero que me pidió para que se fuera… ¡seguro ya se fue!
- Y no dijo por si acaso ¿Dónde vivía?
- Algo así me dijo… creo que a la vuelta del tanque, aquel donde usted puede ver; algo así me dijo. – Señaló insistente.

Contaba sólo con el tiempo que vencía el día por la mitad, marchó decidido con destino al lugar señalado. Seguro estaba de convencerla y presentarla ante su nueva agrupación y de repente nuevo estilo de vida. Confiado en que le agradaría, pues por la demora no sabía,  no podía cómo excusarse ante la Junta Directiva de dicha asociación la gestión fue realizada con suma seriedad y aún no había llevado a la ancianita, tal como prometió. Esto ya doblemente le preocupaba.

Caminaba apresurado impulsado por la emoción y con la obsesión de cumplir con su cometido. Llegó al lugar preciso, detrás del tanque.

- Ésta debe ser la calle. Ahora queda indagar sobre ella. – Murmurando con plena decisión, se trasladaba buscando a alguien, para preguntar sobre doña Jovita. Seguro estaba,  la conocerían. A media cuadra pudo observar una silla fuera de una casa, la puerta estaba abierta.
- ¡Ah! …seguro allí me darán razón. – Pensó, aceleró el paso, encontrándose de pronto con una capilla ardiente… se acercó más y más y al tratar de preguntar a alguien si conocía a doña Jovita, es cuando estupefacto pudo leer una tarjeta en medio de una frondosa corona de flores cuyo texto rezaba: “A doña Jovita Ramírez Vda. De Ch., cuya ausencia ha impregnado de profundo dolor a nuestro hogar. QEPD. De tu hija, tu hijo político y tus nietecitos que mucho te tomaremos en cuenta”.

FIN

Juan Benavente / Lima, 1985   

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