ALHUCEMA Nº 22 REVISTA DE LITERATURA Y TEATRO

JULIO A DICIEMBRE DE 2009

EDITORIAL LA PALABRA


Pocos diálogos han sido tan fructíferos para la poesía (y por ende para el ser humano) como el establecido entre Heidegger y Hölderlin (con Nietszche como telón de fondo). De alguna manera, tal y como el propio Heidegger estudia, el suyo era el diálogo entre el pensador y el poeta, que habitan sobre montes separados pero su diálogo entre cumbres no cancela sus diferencias sino que más bien las explora como testimonio complementario del “acontecer”.
Así, aunque ambos arriesgan la palabra, mientras el pensamiento dice el ser, la poesía nombra lo sagrado; o lo que es lo mismo: el pensador usa la palabra sin que ésta pueda estar referida a las cosas, sino proferida hacia el mundo como su horizonte de sentido. El pensamiento ofrece al ser que aquello que le ha sido entregado por el ser mismo. De este modo, la palabra es la casa del ser. La vocación del poeta, sin embargo, es nombrar lo sagrado, traerlo a su aparecer en la palabra, que se quema en el empeño; por más que el alma del poeta cobije en sí la presencia de lo que viene, el poeta no es capaz de nombrar directamente lo sagrado por sí mismo. En medio del olvido del ser, el poeta se esfuerza en rastrear las huellas de los dioses huidos y, al tener conciencia de este olvido, cae en la cuenta de que se da el misterio como origen de la palabra.
No puede extrañarnos entonces que Heidegger opine que la poesía es la fuerza preservadora a contracorriente de la degradación de la palabra, que ha decaído hasta convertirse en lugar común, en intento de objetivación de las cosas, de fijación de la existencia lejos de la pregunta sobre el Ser, olvidando que hasta la física cuántica nos explica que las cosas no son lo que parecen y que ni las partículas más ínfimas son fijas y estables. Pero la prepotencia de la cultura científico-técnica (que al fin no es más que la culminación como destino de un camino que se inició con la metafísica griega –Platón y Aristóteles y la escisión entre dialéctica y retórica- ha destruido la palabra como signo al cegarla como pregunta, al cerrar la existencia a la tensión trágica de su sentido, buscando como necesidad la carencia de ella, en una cultura de dominio, orgullosa y satisfecha, pero sin el anhelo de aquello que no alcanza.


La devastación del lenguaje entonces no es sólo ética y estética. Es ontológica y se asocia con el desarraigo de la existencia y el oscurecimiento del mundo.
La alienación de la palabra se percibe en la escisión entre la expresión de las vivencias (el arte, la estética) y la representación de lo objetivo (el conocimiento, la ciencia). La existencia, a través de la palabra, se convierte de esta forma o en un juego intrascendente que permanece en el orden de lo privado y tan íntimo como intransferible, o en cálculo técnico, cosificado como público y anónimo con esa pretensión de “fijar” las cosas como algo objetivo, decaído en lugar común, pura habladuría. Se pretende así eliminar el dolor de la existencia en su pregunta clave sobre el Ser. Pero es esa carencia de dolor lo que ya Nietszche había apuntado como característica de este “último hombre” y tanto Heidegger como Hölderlin señalan ese “cerrarse al dolor” como rasgo característico del hombre de hoy, en plena edad de la técnica. Cuando el dolor es la tensión interna que alienta la pregunta y el dolor regala su fuerza salvadora allí donde no la sospechamos. Es el testimonio de lo que hace falta.

Por eso hoy, más que nunca, hacen falta la poesía y el pensamiento, cada uno con sus armas, distintas y complementarias, para buscar la palabra originaria, la que es capaz de abrir y hacer manar de nuevo el caudal de la “significación”, la que tensione y “violente” la prepotencia de lo objetivado, fijado, convertido en lugar común y combata contra el “encubrimiento”, el “oscurecimiento” del mundo cosificado, objetivado, plano, muerto…
Frente a la des-animación de la “habladuría”, hay que recuperar la vivificación, la reanimación de la palabra creadora que inquieta, pregunta, retoma la luz original y se lanza al futuro indagando en “lo que no tiene nombre”, convirtiéndose así en la palabra del porvenir, que convoca lo sagrado y señala lo que va a venir a la vez que remite a lo que perdura secretamente y a la memoria de lo sido.
El alma del poeta, ciertamente, tiembla y se deja despertar en la agitación calmada; pero tiembla de recuerdo por la expectación de lo que ocurrió antes; esto es el abrirse de lo sagrado. El temblor rompe la tranquilidad del callar. La palabra llega a ser.
Cierto que el creador corre el peligro de, por la excesiva cercanía a los dioses, extraviarse en la locura (Hölderlin sucumbió a este riesgo); pero en el otro extremo, el peligro es perderse en lo aparente hasta el punto de quedarse atascado en el propio camino como método hasta convertirlo en un sendero transitado, plano, alejado ya del dolor de la existencia y su eterna búsqueda del Ser.
El poeta no puede ser cobarde. Su terreno es la palabra como signo. Sin miedo a La Pregunta. O, más que poeta, será un polichinela, un bufoncillo pretencioso y estéril, o un simple mercachifle que nombra objetos y cuenta cómo le va con ellos como el que vende mercadería.



Emilio Ballesteros
Director de la Revista Alhucema

Mi agradecimiento a Pedro Cerezo Galán, autor del trabajo: Poesía y pensamiento en la experiencia de la palabra según Martin Heidegger, del que están tomadas casi todas las ideas de este editorial


NOTA ADJUNTA: La Revista Alhucema se siente honrada por haber sido indexada entre las revistas mejor valoradas del panorama literario actual. Agradecemos a todos quienes hayan reconocido nuestra valía como para ser incluidos en ese índice y procuraremos seguir creciendo en calidad y presencia hasta donde nuestras fuerzas den.


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