Carta a Valia de Dresde en la hora de lucha en Bagua

Él era un hombre de paz como lo conociste un día cuando esbozaba la risa de la libertad de los jóvenes aborígenes con sus labios gruesos que te gustaron, y cuando te regaló la flor más bella de los ríos que se despliegan como las culebras atando la luz solar sobre sus lomos.
Él sabía conocerlos todos y te regaló el paisaje de lo verde inigualable para tus ojos azules, y en ellos los retuviste en tu vuelo de regreso para Alemania.
-Señorita, aquí no hay pirañas, esas ya las comimos; y los delfines solamente salen por la noche y son señores que vienen con la Luna en traje negro, y se pasean por las orillas, y hablan con nuestras mujeres, y se las llevan de pronto a las lagunas.
Nunca te vi reír de la gracia e ingenuidad de Wuinpi, y él se quedó mirando el cielo en lo alegre de tus ojos. Creyó, acaso, que ellos eran la fuente de un río hecho para las flores de loto.
Las tardes desde ese momento fueron de soles abiertos al Amazonas, en lo infinito del azul que lo contiene, decenas de lagunas se arrullan y sus orillas atrapaban las arenas doradas, al amanecer las mariposas citroneras llegaban a tus manos. Muchas islas abundaban con sus misterios en los afluentes de ese gran río, tenaces eran los cantos de los pájaros salvajes en lo dorado de los atardeceres.
Wuinpi, creyó que el sol detendría el tiempo, pues decía que sus rayos se habían quedado en tus cabellos, y aunque tú regresarías para Alemania los rayos de su luz siempre lo acompañarían como las fotos que con tu cámara te tomaste con él a la puesta de ese astro.
Valia creyó que el paraíso estaba allí en esas tierras de Bagua donde lo verde y el mar se juntan en los horizontes, y lo que le atraía lo abandonaría por un país de laberintos, de velocidad y de sonidos modernos. Pasó entonces el tiempo y con cada rayo saliente entre los árboles el joven aborigen contó nuevas historias.
Pero ningún nativo Awajún o Wanpi pudo comprender lo que un gobierno constitucional contra ellos tramaba. Miles de años y por miles de generaciones ellos poseían las tierras y las aguas, y todos esos bienes creados por los dioses de las aguas tenían personalidad y eran sus hermanos.
Fabuladoramente el presidente Alan García -como lo hizo Cristóbal Colón desde el día 12 de Octubre de 1492, cuando empezó a poner cruces y dar nombres a todas las islas y territorios “descubiertos” del “Nuevo Mundo” y declararlo propiedad de los reyes católicos de España-, también montó una farsa con una serie de decretos cómplices que intentaban entregar los territorios de Wuinpi a las empresas transnacionales para la extracción del petróleo, para la tala de los árboles o para convertirlos en campos de siembra del maíz para un combustible llamado etanol.
El Jefe de todas las tribus de esa región, el dirigente Pizango advirtió la falsedad de los decretos que hacía el presidente fabulador y todos los ministros y congresistas de su bando. ¡Hay que resistir! ¡No hay que permitir que otra nueva invasión y otra conquista se produzcan! ¡Hay que defender lo que es nuestro!, les dijo a todos los reunidos en esa asamblea y que eran otros dirigentes de comunidades. El rostro de Pizango denotaba la seriedad acaso de una lucha dramática.
Los nativos habían jurado no dejarse expropiar lo que desde el tiempo les pertenecía, y Wuinpi como ellos decidió defender la tierra, acaso, con la sangre del pecho, y fue a tomar su puesto en Puente Quemado. Los policías estaban armados, y los helicópteros sobrevolaban los territorios de los aborígenes, soldados francotiradores al estilo de los rambos norteamericanos estaban parapetados, los dedos en los gatillos de los fusiles apuntaban a los cuerpos de los aborígenes.
Por la madrugada, los gritos de rabia de los dos bandos estremecieron la selva, los pájaros volaron a las ramas más altas.

El grito de guerra de los aborígenes no se hizo esperar, y la lucha cundió y con ella la muerte. Wuinpi herido mortalmente por una de esas balas, sintió que la vida se le iba, que la respiración lo abandonaba, y se fue a morir cerca de las aguas que siempre amó y para encontrarse con los lotos y con los espejos del cielo que se parecían a tus ojos.
AUTOR: José Pablo Quevedo
Comentarios
Abrazos.
Samuel Cavero