LA ÚLTIMA CITA

Cuentos de Juan Benavente

LA ÚLTIMA CITA


Luego de apelar espontáneamente a los servicios higiénicos de una agencia que encontró en su camino, Julio salía satisfecho, cuando justo al cruzar el umbral de la puerta metálica ve pasar a una joven señora que apresurada iba al mostrador. A pesar del tiempo transcurrido la reconoció, en definitiva, el armonioso movimiento de su cuerpo la delató. Finalmente decidió ir tras ella aun sin saber cuál sería su reacción al verlo después de siete largos años.

- Así como le digo señora, hubo un pequeño percance y la unidad que va al norte debe pasar en treinta minutos, le pido comprensión.
- Está bien. – Se resignó. – Esperaré entonces.

Dio media vuelta para ir a sentarse en una de las pocas sillas desocupadas, cuando tropezó con Julio a quien miró un poco contrariada, no lo reconoció, claro cómo lo iba hacer si ahora tenía un acento más formal, usaba anteojos y exuberante bigote.

- Buenas, Corina.

La inconfundible voz rompió su fugaz parálisis y casi un desvanecimiento invadiole todo el cuerpo y trémula murmuró:

- Ju… ¿Julio?
- ¡Cómo estás!
- …Bien – se repuso y de inmediato cambió de semblante – qué haces por aquí. ¿Vienes, vas o recoges a alguien?
- Nada de eso, te vi entrar y te seguí y aun cuando han pasado buenos años, siempre tuve la inmensa necesidad de hablar contigo y saber cómo te encuentras.
- ¿Así?
- Pongámonos cómodos. Te invito un café.
- No gracias, tengo poco tiempo. Viajo a Trujillo, allá trabaja mi esposo.

Julio tartamudeó un poco al escuchar con fina seguridad lo último y continuó como si no le hubiera causado alguna extrañeza.

- Logré escuchar sobre un retraso. Pasemos al cafetín. Se encuentra al costado y puedes divisar el carro cuando llegue.

Tomó su maletín e hizo inevitable la invitación. Frente a frente, ambos mostraban cierto desinterés de manera aparente y soterrado, acompañados de un silencio cómplice, se ordenaban las ideas. No sabían cómo reiniciar la conversación porque sus mentes colapsaron ante los recuerdos.

La miró con detenimiento y quiso gritar a sus oídos lo mucho que la extrañó y arrepentirse al ser doblegado por el orgullo. Entonces ella rompió el mutismo.

- Qué milagro, volverte a ver. Di algo.
- Ahí pasándola. – Ambos no se atrevían hablar de repente del pasado.
- Y ese bigote, tus anteojos; no te reconocí. – Rasgó pícaramente una leve sonrisa.
- Bueno, el bigote quizás por mono y los lentes por necesidad.
- ¿Tienes familia?
- Sí, dos niños y ¿tú?
- También, pero sólo una niña.
- Al menos tenemos herederos.

Al reírse con el corazón hecho nudos, notaron que el diálogo tornábase intrascendente y a modo de un sesgo mecánicamente pidieron como siempre lo habían hecho, un café más cargado que el otro.

En el fondo deseaban saber lo ocurrido a raíz del ultimátum que se dieron porque fueron objetos de sendas especulaciones, sellando así la definitiva separación.

En medio de la conversación se escapó una palabra, fue recogida para permitir introducirse en el tema pretendido, pues no era nada fácil.

II

- ¡Ah! ¡Sí toda la vida yo! Por qué sola puedo tener la culpa ¿eh? ¡ya me tienes harta!
- ¡Harto me tienes tú! Acaso no comprendes que al exponerte así, me dejas mal a mí.

La discusión vibró gran parte de la tarde y no obstante haberse prometido amor eterno, la áspera situación terminó con una seria advertencia jamás antes promovida por ellos.

- ¡Así no arreglamos nada...! El sábado nos vemos en el lugar y hora de siempre.
- No me grites.
- Escucha bien, si no llegas, ¡ojo! - enfatizó – si no llegas, comprenderé todo y será la última vez. ¿Está bien?
- El sábado. Lo mismo te digo. Te juro Julio por “ésta”. Si no vas, jamás te veré. –Bajó con energía la mano, cuyos dedos dibujaron una cruz.

El pensamiento de los jóvenes amantes, estaba fijo en la cita, coincidieron en percibir un “todo o nada”.

Un cuarto para las cuatro, Julio daba las últimas repasadas sobre su negra y ondulada cabellera frente al espejo con el peine de cuerno, trabajado muy artísticamente, entonces fugazmente recordaba “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, libro que dio a Corina en el intercambio de regalos en la última navidad.

Ya en el colectivo, las ideas se estrechaban unas a otras, no en vano eran tres años juntos. La fluidez del pensamiento jugó un rol según la intención; así se enfrasca la idea de buscar una apropiada fórmula para sentirse seguro.

– Por qué no. Por qué siempre debo ser quien la espere. No, esta vez debe ser diferente. Que ella sea la primera en llegar y se angustie un poco. Además, el amor debe compartirse a plenitud ni mucho ni poco. Todo.

Caminó en dirección del lugar de costumbre, encontrábase con holgado tiempo, no ameritaba prisa alguna; de tal manera que con tranquilidad compró media cajetilla de cigarrillos e incendió uno. El ondulado desplazamiento del humo le invitó ceñirse a la idea surgida en el vehículo. Entonces decidió quedarse semioculto al pie de una columna del portal que como muchos, adornaba la Plaza Mayor de la ciudad. Una pequeña tienda ubicada al costado del colosal cine, último vestigio del barroco colonial, era el lugar donde siempre él se apostaba en cada cita, minutos antes de las cinco. Recordó que sólo en dos oportunidades llegó tarde, pues en ambos casos no superaron los diez minutos. En realidad hicieron un rito de cada encuentro.

Con la mirada ensimismada en el punto de encuentro y apoyado en la parte trasera de un puesto de periódicos consumió el segundo cigarrillo.

Cinco en punto de la tarde, señalaba su plateada pulsera, hubo momentos que le impulsaban ir al lugar indicado, mas pudo su decisión tomada, irreversible y quiso verla aparecer por vez primera en ese, su histórico sitio donde inició su romance con Corina.

Los minutos empezaron poco a poco a correr y como siempre se apela a la tolerancia. Cinco, diez, quince… ¡veinte! Frotábase las manos y la picazón de sus ojos no se hizo esperar. Fijamente hasta el cansancio, caminó de una a otra columna y viceversa, insistente miraba su impactante reloj.

Llegó a dudar y preguntó al transeúnte de turno. El tiempo no engañaba, por tanto el nerviosismo y la decepción empezaron hacerse presentes haciendo escarnio irreverente en su personal actitud sin molde.

Ella no llegaba… no llegó al punto de encuentro. Más de media hora transcurrida, le causó desazón. Estrujó la cajetilla vacía de cigarrillos y con disimulada ira dio un puntapié dando a caer en el centro de la pista, al instante se sorprendió, por vez primera hizo este disparate, ocasionándole obscena perplejidad.

Diez para las seis…, todo había terminado para él, era demasiado y su sospecha creció en proporción a su despecho. Quiso llorar de amargura pero recordó lo enseñado en casa “el hombre nunca llora”, entonces se repuso y sus pesados pasos empezaron a descolgarse ante la lisa y fría acera. Su imagen pasó a formar la penumbra gris, invitada por la oscuridad de la noche y los intermitentes tubos de neón.

- Era cierto – empezó hablar para sí - lo sospechaba, ya no me quiere. Hoy, olímpicamente me ha demostrado. Cuánto tiempo engañado. Después de todo creo que mejor haya sido así.

Sin embargo, caminaba cabizbajo, sin aliento, sin rumbo, el peso del mundo lo tenía encima. Por momentos arrepintiose haberla tratado mal la última vez y sobre todo, pudo suponer el acierto del superlativo valor de esta cita con el fin de saber la ver dad, su verdad sentimental.

III

- Qué fácil rompimos lo nuestro ¿verdad?
- No me explico, cómo ni por qué, después de varios años juntos y tuvimos que recurrir a algo que para mí significó, perdóname, ¡una estupidez!
- Cuál.
- El dejar nuestro destino a una simple cita.
- No era simple, tú lo sabías y lo dijiste muy claro.

Pues, para mí significó mucho y hasta no dormía pensando en esa particular cita que se te ocurrió. Nunca pensé que iba a ser la última.

- Ahora – hizo una ligera pausa y cambió el tono de voz, se acercó un poco más - sinceramente quisiera saber, por supuesto sin compromiso de nada… tú me entiendes. Llegué a saber que entre tú y Jorge nunca hubo nada. Por qué no fuiste.
- Adónde.
- A la cita.
- Yo debo preguntarte eso.
- ¿Cómo?
- Claro, estuve en la tienda que hay detrás de las columnas del arco y de ahí con claridad siempre presenciaba tu llegada, entonces de inmediato iba a tu encuentro. La última vez, no tienes idea, inundé de lágrimas mi ser y mi cuarto. Aun con la preocupación de que pudiera haberte pasado algo grave. El martes siguiente me encontré con Augusto, tu primo que iba por sus papeles a la universidad y me enteré de tu viaje a Bolivia. Deduje, tu evidente decisión e hice lo imposible para olvidarte.

En una inusitada reacción Julio, tomó las manos de Corina, sus dedos tropezaron con el aro dorado. Ella entendió el desliz de esas manos desesperadas, pero se puso de pie. El ómnibus había arribado. Los ojos de ambos se ahogaron.

Juan Benavente / Lima, 1998

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