Nosotros los niños / El retablo del Niño Dios

Nosotros los niños
Autor: Samuel Cavero ©


Tú voz es mi poesía. Anoche mamita te bañaste buen rato, luego te pusiste en el pelo esos artefactos que usan las mujeres para quedar crespas, enruladas como doña Florinda, luego te pusiste un gorro de plástico y te embetunaste la cara con cremas, puré de palta y rodajitas de pepinillo. ¡Que risa que me dabas, mamita! Y hoy –como sobrevolando sobre nubes y abrazado de ángeles querubines, detrás de los párpados de un payaso- vuelven a mí entre la magia de la inocencia los recuerdos de mi pequeño y hermoso pueblo y de mi gran escuelita. Estos fueron los lugares donde alguna vez fui muy feliz. Yo no quería seguir creciendo, así chiquito como Pulgarcito quería seguir.
¡Ay, la vida! Recuerdo mi pueblo de Huaura con su placita de armas que era el escenario de desfiles y retretas a donde se daban cita nuestros amigos, abuelos y padres. Y nosotros los jóvenes y niños íbamos allá a soñar despiertos. Otras gentes de la ciudad, los perros, ratones, palomas, lobos marinos, las lagartijas, los gatitos ratoneros y el denso vuelo de los pelícanos, nos acompañaban en nuestras locas imaginaciones.
Por la tarde el sol acariciador se escondía y las casas al caer de la noche parecían alborotarse de alegría, avivaban fuegos multicolores, promesas de amor, se llenaban de lucecitas preparándose para la navidad.
Las plazas y calles principales de Huacho y Huaura, mis adorados pueblos, tenían la propiedad de congregar a toda la muchachada. Cuando iba a desarrollarse un gran desfile de bandas escolares se contaban por decenas los jóvenes y niños dispuestos a marchar. Yo iba más por querer probarme si acaso sirvo para soldadito de plomo, también porque mi abuelo hablaba que a veces las autoridades del pueblo vecino ponían en el estrado una enorme escalera que trepaba al cielo. Y hasta allá se iban algunas autoridades para dormirse en las nubes. Y a veces se caían como maripositas que se queman en el candil: “Porque hijo mío, escucha, nada hacen por modernizar nuestro pueblo”, me susurraba el abuelo que se fue al cielo.
Y mirándome yo entre ellos, mis amiguitos vestidos algunos de patitos y pollitos, otros de conejitos y perritos, también de escarapela y de militares, iba yo con todos ellos admirando y recordando lo hermosa que es nuestra bandera de la patria y la de Huaura, bañada en soles oro, dando sombra al balcón histórico donde algunas veces alzó la mirada el gran libertador San Martín.

Los niños y niñas marcharíamos felices guiados por nuestros maestros llevando orgullosos nuestro uniforme escolar, estandartes, banderolas, insignias y gallardetes.
A decir verdad nuestra escuelita nunca ganó distinciones entre los vistosos desfiles cívicos y concursos. Siempre otras escuelas le arrebataron los primeros puestos, con sus premios salían en la televisión y la radio y hasta en los periódicos. ¡Pero los de mi pobre escuelita de tambores de hojalata, no!
Mamá, marchando iba yo como un soldadito, levantando los brazos y los pies. Yo era ese papelito viejo y doblado que parecían mis abuelitos, ellos al verme desfilar se erguían felices aplaudiéndome por mis chistosos, culebrones y desacompasados pasos.
¡Sabes! Yo creí ver en esos ojos de mi abuelito que disparan recuerdos de leyendas una corriente de aire norteña. Lo mismo pasa con las cajas de fotos viejas. Mirarlas no es una fiesta ya, suspiras madre, te hacen derramar lágrimas y nos dan empachos de nostalgia. Entonces, uno siempre mira las mismas maletas y cuadros viejos, aprieto tus tibias manos y veo en ti algunas canas y arrugas. Siempre se quiere ser el mismo niño de antes, mamá. ¿Te das cuentas? Y parece que yo (con ellos) llegara siempre a la misma fiesta…muy tarde.
-Hay que saber desfilar con los movimientos exactos, -nos dicen nuestros profesores, como para encender el motor sobre el mar calmo y provocar en ese mar otro mar de aplausos.
Y nosotros a su lado nos sentimos una vez más sus pollitos y ratoncitos, mamá. El director, me dice una niña riendo, parece un gato feliz. Mi profesor cuando marcha es como Quiquiriquí, victorioso gallo de pelea. Las profesoras mirando como marchamos se mueven orondas tal majestuosas gansas y pavas reales. Se parecen a tus gallinas, mamita: caminan gordotas de felicidad, cuidando a sus pollitos.
Yo miro el horizonte porque me advierten que es la manera de no marearme. Marcho: ¡Un! ¡Dos! ¡Saco pecho! ¡Los brigadieres levantan el bastón y la banda suena sus compases de guerra! ¡Un! ¡Dos! ¡Un! ¡Dos! Mi amiguito Julito Solórzano sonríe feliz.
No me mareo pero cada tanto clavo los ojos en la línea perfecta y celeste. Pienso en el soplo de Dios.
Ya en la noche una asmática corvina tornasolada habrá de sacudirse en la boca de mi gatita Pompotas, mi gatita ronroneará feliz por su deliciosa cena. Los abuelitos me narran cuentos y leyendas y debo hacer las tareas. En la playa, atrapados por las redes de los botes de pesca, boquiabiertos peces ensangrentados culminarán su vida.
Guardas silencio y me abrazas, madrecita. Yo no quiero hablar más, quiero sentir la insondable soledad del pescador. Quiero sentirme pez para (respirando mis branquias de niño) observar desde esos hondos e inmensos ojos nuestros pueblitos detenidos en el tiempo, sus gentes, sus tortuosas calles y polvorientos caminos, sus bandas de músicos, mi familia, y yo… volverme ostra, gaviota baldía para, desde los peñones de la isla y morros costeros, observar el péndulo roto de mi infancia detenida.
Recuerdo el día que a nuestra señorita Estela se le ocurrió hablarnos de los dinosaurios. Se estableció este diálogo. Nuestra profesora decía que los dinosaurios eran unos animales grandes y feotes: “Escuchadme niños, los dinosaurios vivieron donde ahora está nuestro pueblo hace muuuuchos años”. Una niña le preguntó: “¿Y usted los vio, señorita?”
Estela enmudeció.
El narizón de Pepito a quien llamábamos Condorito estaba en la primera fila con su inseparable amigo Luis, el pajarraquito Coné, mamá. Ambos marchaban como dos hipopótamos en la selva. ¡Quizá uno de ellos debió ser!
Este último desfile sí que ha sido desastroso. ¡Cómo no contártelo, mamita! Y creo que fue el barranquino. El pequeño Pedrito Rojas Mickymouse se había comido unas hamburguesas huachanas y chorizo con huevos revueltos en cebolla, salsa de tomate, mostaza, mayonesa, crema de aceitunas y mucho picante. El pobrecito en pleno discurso del alcalde ya empezaba a sentirse malito del estómago, así que primero fue un ¡puuuuuf! espantoso peor que el olor a perro muerto pero al fin soportable. Después vino la hecatombe: fue un violento y atómico ¡puuuuuuuuuuuuf!, en medio del desfile; «sin querer nos fumigó» (palabras textuales de Pedrito Rojas) y no pudo dejar de mirar hacia atrás para ver la expresión de espanto de los que se dieron cuenta en nuestro pobre batalloncito que nunca ha ganado un primer puesto.
Daniel El travieso y el morenito José Delgado quizá también son los culpables de que todos los demás niños corriéramos en estampida. Lo último que vi, cómo olvidarlo, mamita, fue a mi profesora Estela sacudiéndose la ropa y el pelo y empujando aire con un estandarte que recogió del piso.
Ella gritaba diciéndonos: “¡Niños, vuelvan! ¡Vuelvan niños!”





El retablo del Niño Dios
Por: Samuel Cavero ©


Los niños miraban el retablo de nuestra familia, en especial al borriquito de pie y a los bueyes del portal de rodillas, pensando todos que esta es una noche de paz, de unión y de amor. Y siendo este su deseo, en un rinconcito de los andes, en medio de antiguos solares y casonas de mi humilde casita, me hallaba yo en un hermoso retablo que lo desempolvan cada vez que llegaba el mes de diciembre. ¡En realidad es mi Nacimiento! Recuerda el nacimiento de este niño en su pesebre: Jesús.
De nuestro retablo ayacuchano tan colorido contaba mamá que hace mucho pero mucho tiempo vivían allí con mi madre la Virgen María y San José. Pero también yo, como Niño Dios, dormía quietito en mi pesebre, acompañado de los reyes magos y de una multitud de aves y animalitos, mientras fuera de la casa los árboles parecían llorar cada vez que en sus ramas faltaba un gorjeo cuando se iba apagando la tarde con esos aromas dulzones y perfumados que siempre tiene Ayacucho.
Así pues esta noche no quise quedarme dormido. Los espejos con reflejos de luna plateada resplandecían entre las lucecitas y las guirnaldas del árbol de navidad. Observando desde mi humilde cuna con ojos de niño lucero e infinita misericordia sentí la energía y la orden de mi Divino Padre. “Ve Jesús donde los niños del mundo te esperan”, me dijo. Me levanté. Pude caminar. Y nuestros amados ángeles hicieron que hablase a la perfección y así fue que el retablo, mi gran mundo feliz, abrió sus puertas.
Afuera me esperaban una multitud de campesinos, vendedoras del mercado, artesanos, gentes de la ciudad, pastores buenos y animalitos. Total mi mundo no era tan caótico. Una música celestial vino hasta mí, niño Jesús. Cuando volví la mirada hacia el lugar de mi nacimiento allí estaba mi madre, la Virgen María, y yo tan asombrado y triste, mirándola:

-Anda a dar la buena nueva, no temas Jesús, mi gran niño -, me dijo.
Sin temor me alejé de mi humilde casita donde me esperaba mi madre, la Virgen. Mamá tenía un rostro de cera dulcemente angelical.
Ya en la ciudad a los niños del pueblo les abracé prodigándoles de infinita bondad y ternura. Los niños me preguntaron por mis hermanos: “No tengo, ustedes son mis hermanitos”, les dije. Y ellos me contaron de lo triste que se hallaban algunos porque a sus padres les había ido mal en la cosecha, en el negocio, en su empleo y a otros a su mamita le habían robado o no tenían dinero. “No tendremos regalos esta Navidad”, me dijo una niña llorosa.
Los consolé.
Esta noche como cada año habrá fuegos de artificio, guirnaldas de focos de colores parpadeando en mis ojos tristes y tantos pollos, lechoncitos e inocentes pavos adornando la cena de las familias, pensé afligido.
Caminé custodiado por los ángeles y arcángeles, seguido por los campesinos, pastores y un rebaño de vaquitas ojonas llegó a nuestro encuentro. También el perrito Menelao y unas sonrientes ovejas. Los magos venían muy atrás, formaban parte de una Caravana de la Sabiduría.
Todos sonreíamos. Noche buena.
La alegría de los niños era una dicha, felicidad plena. Su verdadero regalo no era mi presencia, o quizás sí. En mis pupilas el paisaje de Belén y los tantos pueblos que visitaría era completado con un tren de cuerda, juguetes y unos patitos de peluche que nadaban en los retazos de espejos.
La estrella dorada de cartulina, escarchada en oro, junto a tantas luces de navidad eran magia, gozo e ilusión. Mientras caminaba se acercó un niño pobre y le di la mano vistiéndolo con zapatos y prendas nuevas.
-Niño Dios, mis hermanitos siguen creyendo como yo que tú les traes los juguetes a los niños ricos.
Sonreí. ¿Qué podía hacer?
-¿Y a nosotros qué nos regalarás esta Navidad?-, me preguntó una niña ciega.
-Cenarán y tendrán sus regalos-, dijo un pastor
-Y con amor acariciarán las campanitas de colores de sus árboles de navidad y abrazarán a sus padres-, agregó una mujer campesina.
-La Navidad es para creer. La Navidad es para compartir y perdonar. La Navidad es para todos-, les dije tomándoles de la mano.
Y fue así que la niña recibió el milagro y pudo a partir de entonces ver, luego pedí enviaran a este pueblo mucha paz, salud, bendiciones y que llegara pronto el gordiflón de Papa Noel, siempre tan ocurrente y jocoso con su barba blanca, jalando una recua de asnitos cargados de muchos, pero muchísimos regalos para los niños.
-Una mujer me besó las manos y me agradeció diciéndome:
-Bendito Niño Dios, tú que nacido en Belén tan lejos de Huamanga, pensé que habías nacido en Estados Unidos.
Y fue sanada del cáncer, también otros enfermos desahuciados se levantaron de las camas del hospital. Cuando llegó Santa no se cansó de repartir regalos. Sentí en sus miradas que muchos se olvidaron de mí. Santa Claus se convirtió en una piñata, en el payasito Bombín, y sin más ni menos que en el patrón bonachón de todos los niños de la ciudad.
Cuando me despedí de los niños del pueblo los reyes magos les dijeron que creyeran en mí, el Niño Dios, y en las pequeñas alegrías, en las reconfortantes tristezas que nos habitan las poblaciones del recuerdo, que con fe y esperanza de algunas de esas tristezas han nacido hermosísimas criaturas y se han hecho realidad mucho pero muchísimos sueños.

Tú niña. Tú, niño. No olvidemos que el milagro de la Navidad sigue siendo un niño, Jesús. Desde entonces siempre los niños del mundo arman un nacimiento muy parecido a mi gran retablo.

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