Por el Centenario de José María Arguedas


Este año se celebra el Centenario del nacimiento del maestro José María Arguedas, nacido un 18 de enero de 1811 en la ciudad de Andahuaylas, Apurímac. Escritor, poeta, antropólogo, el máximo exponente de la literatura indigenista. Lo recordamos publicando su ¿Último diario? escrito en Santiago de Chile en octubre de 1969. Sus líneas nos estremecen porque es la despedida, luego de haber consagrado su vida al Perú se alista para partir. No tardó en hacerlo, días después de su regreso a Lima, el 28 de noviembre de 1969 se disparó un tiro en la cabeza, fallecería el 2 de diciembre tras unos días de agonía.

Este ¿Último diario? integró luego la obra El zorro de arriba y el zorro de abajo, publicado póstumamente. Aquí el testimonio del maestro José María Arguedas.



¿Último diario?

(Trozos seleccionados y corregidos en Lima, el 28 de octubre)

Santiago de Chile, 20 de agosto de 1969

He luchado contra la muerte o creo haber luchado contra la muerte, muy de frente, escribiendo este entrecortado y quejoso relato. Yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros; los de ella han vencido. Son fuertes y estaban bien resguardados por mi propia carne. Este desigual relato es imagen de la desigual pelea.

¡Cuántos Hervores han quedado enterrados! Los Zorros no podrán narrar la lucha entre los líderes izquierdistas, y de los otros, en el sindicato de pescadores; no podrán intervenir. Los siglos que cargan en sus cabezas cada uno de esos hombres enfrentados en Chimbote y continuadores muy sui generis de una pugna que viene desde que la civilización existe. No aparecerá Moncada pronunciando su discurso funerario, de noche, inmediatamente después de la muerte de don Esteban de la Cruz; el sermón que pronuncia en el muelle de La Caleta, ante decenas de pescadores que juegan a los dados cerca de las escalas por donde bajan a las pancas y chalanas que los llevan a las bolicheras. Los Zorros iban a comentar y danzar este sermón funerario en que el zambo “loco” enjuicia al mar y a la tierra. Y el último sermón de Moncada en el campo quemado, cubierto de esqueletos de ratas, del mercado de La Línea que la municipalidad manda arrasar con buldóseres. Allí el zambo hace el balance final de cómo ha visto, desde Chimbote, a los animales y a los hombres. Porque él es el único que ve en conjunto y en lo particular las naturalezas y destinos; y los Zorros no danzarían a saltos y luces estas últimas palabras. No podré relatar, minuciosamente, la suerte final de Tinoco que, embrujado, con el pene tieso, intenta escalar el médano “Cruz de Hueso”, creyendo que así ha de sanar, y no puede avanzar un solo paso, hasta que la muerte lo entierra mientras que “Ojos de Paloma” y Paula Melchora… El Zorro de Arriba, bailando como un trompo, ha estado llamando desde la cima del médano a Tinocucha, mientras hierven en el aire las lágrimas de “Ojos de Paloma” y la felicidad atrocidad de Paula Melchora. Sí. Y cómo Chaucato… larga y sanguinolenta historia que ninguno de los Zorros danza. Miran al paridor inocente de Braschi, comprendiendo. No saben llorar. Ladrarán… El “magnánimo” proyecto del chanchero se va a cumplir. Y Asto, a pesar de que no ha podido aprender a bailar cumbia, queda encendido, fortalecido, contento, y pendiente, al parecer de por vida y cual de una percha, de la blancura y cariñosidad de la “Argentina” que lo trata siempre como a una vizcachita. Los Zorros no discuten esto. Antolín Crispín lo hace oír en su guitarra, como ustedes saben, a oscuras.

Ni el suicidio de Orfa que se lanza desde la cumbre de “El Dorado” al mar, desengañada por todo y más, porque allí, en la cima, no encuentra a Tutaykire, trenzando oro ni ningún otro fantasma y sólo un blanqueado silencio, el del guano de isla. En su propia casa, el pescador Asto, ese indio, le había dicho, como pensando en otro cosa, delante de un testigo tan serio como el gringo al que llamaban Max y de un cholo de hocico largo y de gorra que parecía tener lentejuelas, le había dicho que en la cima de “El Dorado”, un fantasma protector y grande trenzaba una red de oro. Pero ella no lo pudo ver porque tenía los ojos con una cerrazón de feroces arrepentimientos, de ima sapra, y saltó al abismo con su huahua en los brazos, a ciegas.

Ni la muerte de Maxwell, degollación, cuya vida no tolera el “Mudo” en quien Chaucato ha enardecido el veneno, aleteándole con brazos de cocho embravecido en su última hora. Ni la vida luz tinieblosa de Cardozo y de Ojos Verde-claros. Los Zorros corren del uno al otro de sus mundos; bailan bajo la luz azul, sosteniendo trozos de bosta agusanada sobre la cabeza. Ellos sienten, musian, más claro, más denso que los medio locos transidos y conscientes y, por eso, y no siendo mortales, de algún modo hilvanan e iban a seguir hilvanando los materiales y almas que empezó a arrastrar este relato.

¿Es mucho menos lo que sabemos que la gran esperanza que sentimos, Gustavo? ¿Puedes decirlo tú, el teólogo del Dios liberador, que llegaste a visitarme aquí, a Lorena 1275, donde estuvimos tan contentos a pesar de que yo en esos días ya no escribía nada? Claro; yo te había leído en Lima esas páginas de Todas las sangres en que el sacristán y cantor de San Pedro de Lahuaymarca, quemada ya su iglesia y refugiado entre los comuneros de las alturas, le replica a un cura del Dios inquisidor, le replica con argumentos muy semejantes a los de tus lúcidas y patéticas conferencias pronunciadas, hace poco, en Chimbote.

Yo iba o pretendía… El primer capítulo es tibión y enredado… Pretendía un muestrario cabalgata, atizado de realidades y símbolos, el que miro por los ojos de los Zorros desde la cumbre de Cruz de Hueso adonde ningún humano ha llegado ni yo tampoco… Debía ser anudado y exprimido en la Segunda Parte. Te parecías a los dos Zorros, Gustavo. Yo te pediría que después de que algún hermano mío tocara charango o quena (Jaime, Máximo Damián Huamani o Luis Durand), después que cualquiera de los jóvenes políticos de izquierda que no están sentenciados y presos y que tanto se peleaban cuando salí del Perú… Sí, si fuera posible y él aceptara, Edmundo Murrugarra. Edmundo fue mi alumno en un cursito que dicté en San Marcos. Edmundo también tiene la cara de los dos Zorros; tiene una facha de vecino de pequeño pueblo, un alma iluminada y acerada por la sed de justicia y las mejores lecturas… A nombre de la Universidad, si es posible y él acepta, Alberto Escobar. Y por los muchachos, si les parece bien a ellos, un estudiante de La Molina. (¡Qué poco hice por la Universidad aunque quizá algo hice para ella!)

Me gustan, hermanos, las ceremonias honradas, no las fantochadas del carajo. Las ceremonias no ceremoniosas sino palpitación. Así creo haber vivido; si es posible. Y tú, Gustavo, a vosotros, como es lo correcto decir, Alberto, Máximo Damián, Jaime, Edmundo… No se van a prestar en jamás de los jamases, mientras sean como yo los conocí, a fantochadas… Hay en mis huesos muchas de las apetencias del serrano antiguo por angas y mangas, convertido por sus madres y padres, malos y buenos, en vehemente, asolemnado y alegre trabajador social; invulnerable a la amargura aun estando ya descuajado. Dispénsenme la inocente y segura convicción: invulnerable como todo aquel que ha vivido el odio y la ternura de los runas (ellos nunca se llaman indios a sí mismos).

… Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote; del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres “alzamientos”, del temor a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador. Aquel que se reintegra. Vallejo era el principio y el fin.

¿Creéis, vosotros, Emilio Adolfo, Alberto, Gustavo, Edmundo, que todo esto que digo y pido es vanidad? Esta novela ha quedado inconclusa y un poco destroncada, y acaso don Gonzalo no la considere de mérito suficiente para publicarla, y con razón (tengo un compromiso de buena fe con él), pero mi vida no ha sido trunca.

Despidan en mí un tiempo del Perú. He sido feliz en mis llantos y lanzazos, porque fueron por el Perú; he sido feliz con mis insuficiencias porque sentía el Perú en quechua y en castellano. Y el Perú ¿qué?: Todas las naturalezas del mundo en su territorio, casi todas las clases de hombres. Es mucho menos extenso pero más diverso de cómo fue la Rusia antigua. Esos ríos de “tanta y tan crecida hondura”, como ya lo sintió don Pedro Cieza mucho antes que se hicieran más profundos e intrincados. ¿No sabemos mucho, Emilio Adolfo? Y ese país en que están todas las clases de hombres y naturalezas yo lo dejo mientras hierve con las fuerzas de tantas sustancias diferentes que se revuelven para transformarse al cabo de una lucha sangrienta de siglos que ha empezado a romper, de veras, los hierros y tinieblas con que los tenían separados, sofrenándose. Despidan en mí a un tiempo del Perú cuyas raíces estarán siempre chupando jugo de la tierra para alimentar a los que viven en nuestra patria, en la que cualquier hombre no engrilletado y embrutecido por el egoísmo puede vivir, feliz, todas las patrias. ¿Cómo están las fronteras de alambres de púas, Comandante? ¿Cuánto tiempo durarán? Igual que los servidores de los dioses, tiniebla, amenaza y terror, que las alzaron y afilaron, creo que se debilitan y corroen.

En la voz del charango y de la quena, lo oiré todo. Estará casi todo, y Maxwell. Tú, Maxwell, el más atingido, con tantos monstruos y alimañas dentro y fuera de ti, que tienes que aniquilar, transformar, llorar y quemar.

22 de octubre

He vuelto de un viaje no tan inútil que hice a Lima. Habrán de dispensarme lo que hay de petitorio y de pavonearse en este último diario, si el balazo se da y acierta. Estoy seguro que es ya la única chispa que puedo encender. Y, por fuerza, tengo que esperar no sé cuántos días para hacerlo.



CARNAVAL DE TAMBOBAMBA (Tambobambino) voz de José María Arguedas

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